Ese día, el personal del hospital atendió frenéticamente a una paciente cuya afección cardíaca no fue diagnosticada porque no tenía una clínica de salud en su comunidad rural. La paciente estaba dando a luz durante un paro cardíaco.
Las enfermeras alinean juegos de toallas y tijeras, preparándose para la cesárea como si fueran a la guerra. Recinos, con una gorra de Garfield y una máscara N95 envuelta alrededor de su rostro, usa un par de guantes.
Recinos le dice a la mujer -semiconsciente, asustada y sola- “sentirás un poco de frío” mientras un grupo de médicos la opera. Después de dos horas en un quirófano tenso, el estrés se desvanece lentamente a medida que los signos vitales del paciente se estabilizan con el constante “bip, bip, bip” del monitor de frecuencia cardíaca.
“Si hubiera decidido dar a luz con una partera, se habría muerto”, dice Recinos.
Sin embargo, son estas parteras quienes a menudo persuaden a las mujeres para que busquen atención médica en hospitales en situaciones de alto riesgo como esta.
Mantener viva la tradición obstétrica
En las altas colinas sobre el hospital de Quetzaltenango, Emelda López Sánchez se hospeda en una habitación individual en una casa de ladrillos en el corazón de Concepción Chiquirichapa, un pueblo de 17.000 habitantes marcado por caminos de terracería y cultivos de papa.
La partera de 40 años envuelve con cuidado un esfigmomanómetro alrededor del brazo de la mujer, mientras que una docena de parteras miran de cerca el reloj del dispositivo. Las parteras observan cómo López Sánchez explica, en su lengua materna, el mam, la mejor manera de medir la presión arterial.
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